miércoles, 14 de marzo de 2007

Pequeña reflexión frente al dolor de cabeza

Frente a unas patatas bravas y unas cervezas
te miré, triste y asustado, a los ojos.
Dejé caer mis manos a tus rodillas y te besé.
Mi lengua se cruzó con la tuya en amistosa pelea
y mi cerebro pensaba en beberse varias rondas más.
Quería alienarme, saltar, insultar a los chinos,
dejarme el sueldo en prostitutas. No besarte.
Me sentía falso, hipócrita, vengativo.
Me aproveché de que habías dejado a tu esposa,
que estabas en horas bajas, que llevabas dos días
sin tocar un cuerpo, caliente y accesible como el mío,
para violarte en el baño de un bar. Sórdido, sucio.
Como mi alma, como mis besos, como mi sexo.
Mientras me corría dentro de ti te miré.
Tenías la boca cerrada, tus ojos, abiertos,
miraban hacia ninguna parte. Como muerto.
Allí te dejé. Con los pantalones en los tobillos
y mi alma resbalándote entre las piernas. Vacío.
Cuando llegué a mi casa me tumbé en mi sofá,
el que tu me ayudaste a comprar. Rojo y naranja.
Con la manta que robamos en aquel hotel de Lyon.
Me fumé un cigarro. Luego otro. Y otro más.
Me bebí media botella de whisky y seis cervezas.
Cuando amanecía mis ojos, rojos y hinchados,
no me permitían ya ver más que tu cara.
Diez días más tarde, en el mismo bar de aquel día,
mientras desayunaba por última vez,
camino del edificio más alto de Barcelona,
te vi pasar por la calle. Sonreías.
ibas de la mano de un chaval de 18 años,
de pantalón roto y cresta en la cabeza.
Pensé en llamarte, pero un pensamiento fugaz
y una sonrisa me pararon tu nombre en la garganta.
Tu ignorancia me haría más feliz.
Tu también tienes anticuerpos. Y no lo sabes.

No hay comentarios: